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Reflexión 27 enero 2025

Tomás de Aquino: entender y creer para amar

Dice Chesterton que “Santo Tomás era un hombre como un toro: grueso, lento y callado; muy tranquilo y magnánimo, pero no muy sociable; tímido y abstraído”. Grande como un toro… o como un buey. Sus primeros compañeros de clase, cuando ingresó a los dominicos, le apodaron el buey mudo. Esto, porque se pasó un año entero sin abrir la boca ni tomar apuntes, el rostro impasible, sin gesto alguno que denotara ni el más mínimo signo de inteligencia y comprensión. Lo de buey mudo, además de su corpulencia y silencio, indicaba que ese gigante sin habla debía ser un tonto de tontería superlativa. Cuál sería la sorpresa de estos prejuiciados cuando, en la última clase, el profesor le pide que resuma el curso. Fray Tomás saca, por fin, el habla y, sin auxilio de libros ni apuntes, hace una síntesis de una profundidad y unidad lógica que deja pasmados a sus compañeros y admirado al profesor.

Luego de esta anecdótica primera manifestación pública de su inteligencia, ya sabemos lo que ocurrió: Tomás de Aquino se transformó en uno de los más grandes intelectuales que ha dado a luz la Iglesia en sus dos mil años de historia. La magnitud y profundidad de su obra teológica y filosófica no tiene parangón. León XIII llega a llamarle “Príncipe y Maestro de todos los doctores escolásticos”.

Sin embargo, esta obra no ha sido siempre apreciada. De un lado, el racionalismo moderno ha intentado difundir la falsa idea de que la Edad Media fue una época oscura: llena de superstición, fanatismo e inaccesibles razones de fe que obstruyen el verdadero despliegue de la razón y la ciencia. Y, del otro lado, no pocos cristianos han caído en la tentación fideísta (por la que se abraza una fe sentimental y se abandona la explicación racional) y han despreciado a la escolástica medieval, y a Tomás en ella, como excesivamente intelectual, demasiado filosófica, fría y abstracta.

Pero lo cierto es que Tomás, la escolástica y la Edad Media están lejos de ser oscuros y supersticiosos. Es el tiempo del verdadero renacimiento de la ciencia, la filosofía y el arte, y lo es gracias al impulso de la teología, que señala a Dios como causa última del orden y la belleza del universo, y mueve, así, a conocer, describir y amar ese orden y esa belleza. Y, lejos de toda frialdad y abstracción filosófica, es un tiempo en que el saber se encarna en amor por Dios y su creación. Es la monumental obra de integración entre la razón, la fe y el amor.

Esta integración es una exigencia de nuestra plenitud humana. En ella se juega nuestra felicidad, que no podemos encontrar sino en el conocimiento y el amor de Dios (que es la fuente de todo otro amor). Es que la perfección humana puede darse de dos modos: uno sobrenatural y completo, que se realiza en el encuentro cara a cara con Dios, que sólo podremos alcanzar en el cielo y al cual nos dispone la fe; y otro natural e incompleto, que se alcanza en el conocimiento que de Dios tenemos en sus efectos, que son las creaturas, y para lo cual disponemos de la razón natural. No son dos fines, sino dos modos de alcanzar un único fin. La fe y razón nos han sido dadas con un mismo propósito: que tengamos una vida plena de sentido y -en la muerte- volvamos a Dios, del que venimos.

Pero, ¡cuidado!, podría parecer que la perfección humana en la que piensa Santo Tomás es una fría perfección intelectual. No hay tal cosa: el Aquinate enseña que la fe sólo está viva cuando sirve a la caridad. Y que la razón se frustra si no crece en el dulce y cálido seno de la amistad. El conocimiento y el amor son, en Santo Tomás, completamente inseparables. Por eso, la felicidad imperfecta, aquella que podemos alcanzar en esta tierra, se realiza fundamentalmente en la comunicación con el amigo, esto es, en el conocimiento y el amor de aquella creatura -el otro personal- que más se parece a Dios, porque es imagen suya.

No podemos amar sino lo que conocemos, y para amar más perfectamente debemos conocer más intensamente. El propósito de cultivar la filosofía y la teología, y así integrar la razón y la fe, es hacer posible un amor más grande, completo y definitivo de Dios y el prójimo: “la caridad es la amistad del hombre principalmente con Dios, y con los seres que pertenecen a Dios” (S. Th., II-II, q. 23, a. 1).

¿Seguimos el ejemplo de Tomás de Aquino para aplicar nuestra inteligencia al estudio de las verdades sobrenaturales, o nos quedamos en la comodidad de una fe sentimental y superficial? ¿Amamos intensamente la verdad -natural y revelada- para que ella ilumine nuestro andar y nos conduzca a aquél que es la Verdad, con mayúsculas?

“La vida y las enseñanzas de santo Tomás de Aquino se podrían resumir en un episodio transmitido por los antiguos biógrafos. Mientras el Santo oraba ante el crucifijo, el sacristán de la iglesia oyó un diálogo. Tomás preguntaba, preocupado, si cuanto había escrito sobre los misterios de la fe cristiana era correcto. Y el Crucifijo respondió: ‘Tú has hablado bien de mí, Tomás. ¿Cuál será tu recompensa?’. Y la respuesta que dio Tomás es la que también nosotros, amigos y discípulos de Jesús, quisiéramos darle siempre: ‘¡Nada más que tú, Señor!’”.

Benedicto XVI, Audiencia general del 2 de julio de 2010.