La encíclica Spe Salvi del Papa Benedicto XVI nos invita a abrazar la esperanza cristiana, recordándonos su profunda conexión con la vida eterna. El Papa subraya que esta esperanza se fundamenta en la certeza de que Cristo ha vencido la muerte. Solo al superar la pregunta sobre la muerte podemos vivir la vida como una verdadera celebración (cf. “La fiesta de la fe”, de Joseph Ratzinger).
La muerte, una interrogante que ha inquietado a la humanidad desde siempre, sigue siendo crucial en nuestras vidas. A pesar de los avances científicos y del conocimiento, la muerte de seres queridos, la injusticia de la muerte inocente y la incertidumbre ante nuestro propio final nos confrontan con un profundo silencio y resignación.
La fe cristiana ofrece una respuesta a esta incertidumbre: Cristo ha vencido a la muerte. Su resurrección no es una simple reanimación, sino una trascendencia de los límites de la mortalidad. La muerte ya no es el final, sino un paso hacia la vida eterna. Jesús, el primero en resucitar, nos brinda esperanza a través de su victoria. Como cristianos, creemos en la promesa de la resurrección y en la certeza de que la muerte no tiene la última palabra.
Jesús nos propone algo radicalmente nuevo, evidente en su propia muerte. Su destino no es el mundo de los muertos, sino el regreso a la vida plena junto al Padre. Esta vida plena trasciende nuestro mundo y cumple la vocación última del ser humano: la comunión de amor con Dios. El sepulcro vacío revela a los discípulos el cumplimiento de la promesa de Jesús: no está entre los muertos, sino que ha vuelto a la casa del Padre. Su resurrección es una realidad que transforma la historia y la esperanza de la humanidad (LS, 44).
La resurrección de Cristo también es experimentada por sus discípulos. Su presencia, aunque nueva y distinta, es real. Cristo resucitado sigue estando presente con ellos. Los relatos de encuentros con el Resucitado intentan expresar en términos humanos una realidad nueva: la vida divina. La Iglesia sigue experimentando esta presencia hasta hoy, reconociéndola de manera única en la Eucaristía y también en el prójimo, especialmente en los pobres y los que sufren.
Los relatos bíblicos narran que el Resucitado es verdaderamente Jesús, aunque ya no sea reconocible físicamente. El cuerpo resucitado no es de una materialidad biológica, sino que se refiere a toda la persona, a toda nuestra identidad, lo que hemos hecho y sobre todo lo que hemos amado. Esto es lo que verdaderamente somos, y es lo que trasciende la muerte, pues es indestructible, ya que es participación en la vida divina. Es a lo que se refiere Jesús en la Última Cena, al decir «esto es mi cuerpo», invitando a los discípulos a alimentarse de toda su persona: lo que hizo, lo que enseñó, lo que amó. Este concepto de cuerpo como la persona total, y no referida a la realidad biológica material, es clave para entender la resurrección: Jesús, con toda su realidad de persona, con toda su vida, entra en la vida divina.
Aunque nuestro cuerpo físico muere y el cadáver termina en el cementerio, nuestra vida es más que eso. Estamos llamados a esa vida verdadera, a participar en la vida divina, la que no se acaba. Y debemos cultivarla desde ahora. Cada vez que amamos y servimos al prójimo estamos fortaleciendo esa vida divina en nosotros. Al morir, todo lo que es corruptible, como dice san Pablo, todo aquello que no es vida divina en nosotros debe ser purificado. En cambio, todo lo que hemos amado, toda la vida divina que hemos cultivado, eso es indestructible y trasciende más allá de la muerte.
Ante esto, es oportuno preguntarnos: ¿qué me produce pensar en la muerte? ¿tengo miedo de morir? ¿qué certezas tengo ante ella? Y sobre todo ¿cómo cultivo hoy esa vida divina, que la muerte no es capaz de terminar con ella, sino que es trascendente?
“No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de ‘redención’ que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado… Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces– el hombre es ‘redimido’…”.
Spe Salvi, 26.