La idea sobre el “fin del mundo” nos llama a reflexionar sobre el significado de “fin” y de lo que entendemos por “mundo”. Para los indígenas precolombinos, perfectamente la llegada de los españoles en 1492 pudo significar para muchos la entrada a lo desconocido, y para no pocos tener ante sí el “fin del mundo”, el fin de “su mundo”. Para otros (los españoles), el “comienzo del nuevo mundo”. ¿Fue este realmente el fin del mundo? ¿Cuándo y cómo esperamos que todo el mundo desaparezca? ¿Ocurrirá alguna vez? La paradoja es que por más que nos esforzamos, nos es difícil imaginar que toda la humanidad que ha llegado hasta aquí luego de un largo camino pueda desaparecer en algún momento.
Sin embargo, la ciencia, en particular la astronomía, nos enseña que el destino de toda la humanidad está siempre pendiente de un hilo de posibles catástrofes que, aunque improbables, basta esperar un tiempo muy largo para que ocurran. Los dinosaurios evolucionaron millones de años, hasta que un meteorito de casi 1 km se atravesó con la trayectoria de la Tierra y causó su extinción casi completa. No obstante, dicha extinción bien pudo facilitar el desarrollo posterior de los mamíferos. Así, la moraleja es que tal como la desaparición de una especie puede implicar la formación de una nueva, así la desaparición de un mundo puede implicar el nacimiento de otro. De hecho, el Sol está hecho de gas reciclado que fue parte de por lo menos dos estrellas anteriores que explotaron como supernovas, miles de millones de años atrás.
¿Y a escala cósmica, qué puede significar el fin del mundo? Pues bien, nada material es eterno en el universo. El concepto es transformación. El mismo Sol dejará de ser como es y de radiar lo que emite permitiendo la vida como la conocemos en la Tierra en unos mil millones de años más, cuando se transforme en una estrella gigante roja y posteriormente expulse gran parte de su atmósfera solar. ¿Acaso mirar a las estrellas, y nuestro desarrollo tecnológico tendrá como motivación fundamental, y quizás inconsciente, la necesidad de emigrar de este bondadoso, templado planeta azul y colonizar otras estrellas y planetas? Personalmente creo que sí. He imaginado, como otros, que la vida de la humanidad en la Tierra es sólo un peldaño en la evolución del universo. El destino son las estrellas.
Por un lado, la ciencia nos muestra el fin de nuestro mundo en un futuro que a escala cósmica es muy corto (mil millones de años más, cuando el universo tiene cerca de 14.000 millones), pero por otro nos adelanta el futuro y nos da esperanza para la futura y necesaria salida de nuestro nido y hábitat planetario, y la evolución de la especie humana fuera de nuestro planeta.
Así, el “fin del mundo”, como concepto, es elusivo. Tal como pensamos la muerte individual como una transición hacia la vida eterna para los creyentes, y hacia lo misterioso para muchos, el fin del mundo es, en realidad, ni más ni menos que el fin de lo conocido y certero para algunos, pero el comienzo de la eternidad para muchos. El misterio de la eternidad del alma es probablemente el mayor enigma al cual nos veremos enfrentados todos. La fe perfectamente es un camino posible para afrontar ese momento del fin del mundo personal en este lugar físico. Aunque es posible que siga teniendo muchas dudas hasta el final, personalmente es al mismo tiempo un gran alivio que la ciencia no tenga nada que decir sobre el misterio de la eternidad del alma. De ese modo, el ser humano puede guardar una dosis de modestia e ignorancia, necesarios para una vida mejor, pues la piedra angular de todo esfuerzo por prevalecer es, como siempre, la esperanza de encontrar la verdad, a pesar de nuestra ignorancia y vulnerabilidad. “Dios hizo todo hermoso en su momento, y puso en la mente humana el sentido del tiempo, aun cuando el hombre no alcanza a comprender la obra que Dios realiza de principio a fin” (Eclesiastés 3:11). ¿En qué medida tengo esperanza en la evolución de la humanidad? ¿Cómo me imagino la vida en la eternidad?
“Porque yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes —afirma el Señor—, planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza”.
Jeremías 29,11.